Lucila Rodríguez, de 79 años, ha hecho nacatamales desde que llegó a vivir al barrio Camilo Chamorro.
Prepara nacatamales, helados de leche con jocotes que recoge de su patio y prepara su propio vinagre.
Por: Amalia Morales.
Lucila Rodríguez tenía 15 años cuando vino a conocer la capital y la
cambió por Santa Cruz, poblado que está entre Estelí y La Trinidad.
Una prima le dijo:
—¿No te querés ir conmigo a Managua?
—Voy
a ver si me gusta y me vine y me encantó Managua —dice Lucila sentada
en una mecedora.
Recuerda cómo vino a dar a la capital, hace más de 60
años, mientras amarra los nacatamales de cerdo que en un par de horas
pondrá a cocer en un perol.
En Managua, Lucila echó raíces y más: estudió, se casó, tuvo dos
hijos, enviudó, compró un terreno, construyó una casa, montó una venta
que fue próspera y se dedicó a hacer —el que ha sido su producto rey— lo
que su abuela materna, quien la crió, sabía preparar muy bien en aquel
pueblo norteño: nacatamales.
“Como no había por aquí cerca,
comencé a hacerlos”, con esas palabras Lucila, doña Chila, como la
llaman parientes y clientes, deja entrever que la historia de los
nacatamales está ligada a su llegada al barrio Camilo Chamorro, donde
vive desde antes del terremoto de 1972.
El Camilo Chamorro,
que se halla de los semáforos de la Rocargo hacia al lago, era una
hacienda conocida como Los Riguero y se vendió en lotes. Había árboles y
solares enormes. “Era muy bonito”, dice Lucila, quien enviudó a los 26
años y quedó con dos hijos.
Al poco tiempo, vio que nadie hacía
nacatamales y decidió desempolvar las enseñanzas de su abuela. Hizo masa
de maíz, compró carne de cerdo, hojas y comenzó a hacer el platillo
típico.
Paralelamente, surtió una venta con frutas,
verduras, granos básicos, carnes, artículos de aseo de los que se
abastecía en el mercado Oriental. “Aquí había de todo. Hasta hueso traía
para la sopa de los domingos”, dice sobre la variedad de carnes que
ofrecía.
Con 79 años, todavía sigue yendo al mercado. Procura ir
en las mañanitas. A eso de las 6:30 a.m. para volver antes de las 9:00. A
esa hora el sol aún no pega fuerte.
Cuenta que en los años ochenta pasó por su mejor momento con la venta.
Vendía hasta 350 nacatamales. Tenía un cliente, Carlos Belli, que le
encargaba hasta cincuenta. Los pasaba llevando los sábados, el día que
pagaba la planilla a sus trabajadores les daba un nacatamal para el
desayuno dominguero. Sin embargo, recuerda que la escasez de los ochenta
la obligaba a salir de la capital en busca de la carne y las hojas. Iba
hasta Tipitapa o a veces hasta Masaya, donde aprovechaba para comer
perrerreque bien hecho.
“A punta de nacatamal” pagó una deuda de casi cuatro mil dólares y se salvó de que el banco le hipotecara su vivienda.
TRABAJO TEDIOSO
“Esto lleva mucho trabajo”, dice concentrada en amarrar otro nacatamal de cerdo que aliñó con maíz, tomate, arroz, papa y hierbabuena.“Tiene que saberse hacer la masa, el tuco de carne es guanacada”, comenta y agrega: “Yo antes hacía a veces el maíz nisquezado, después se sancocha, a ese maíz se le echa pepena, chiltoma, hierbabuena, cilantro, ajo, su achote y papa y eso se manda a moler. Ya no lo hago sancochado ese maíz, hago frita la masa, me dio mejor resultado. Lo frío con manteca que yo la hago. Compro tocino, yo lo frío y hago mi manteca. Y el chicharrón se lo echo a la masa”.
Además de criar a sus hijos, una mujer y un hombre, dice que crió a un poco de sobrinas y sobrinos.
Ahora vive con un par de ellos que le ayudan en los distintos menesteres de la hechura del nacatamal y de la venta.
La sobrina se encarga de la cocción de la masa y el sobrino, José David, un muchacho que la acompaña en la pulpería, le va pasa algunos ingredientes. “Pasame el vinagre”, “¿estas son las naranjas agrias?”, pregunta.
Cuando los nacatamales están envueltos amarrados y colocados en las panas, José David las carga hasta el patio.
“Las hojas se ponen cruzadas”, dice mientras aliña un nacatamal de pollo. Pone una vertical, la otra perpendicular y la tercera en otra dirección.
“Si se ponen iguales se rompen”, comenta esta mujer que alguna vez hizo frente a una deuda de banco con las ganancias de este plato tradicional.
La deuda no era suya. Le hizo el favor a una conocida y le prestó su escritura para que hipotecara su casa a cambio del préstamo. Sin drama, cuenta que la pariente quedó mal y no tuvo más que hacer frente a la deuda. Dice que arregló pagar en un año, pero terminó pagando en nueve meses. “A puro nacatamal la saqué. Así he sido yo de responsable”, reflexiona esta mujer de carácter enérgico.
A doña Chila tampoco le gusta sacar productos al crédito. Todo lo que tiene de venta es porque lo paga al contado, según explica esta señora quien nunca tuvo un empleo formal.
“Siempre he trabajado por mi cuenta. Es que los patrones a mí no me gustan. No me gusta compartir mi dinero con nadie. Mi dinero es mío”, dice refiriéndose al sistema de Seguridad Social. Se sonríe con sus ocurrencias. “Siempre me ha gustado el negocio, que sea mío para que nadie me mande”. En parte, por eso, nunca se volvió a casar. Dice que todavía llegan algunos “viejos locos” a molestarla.
Doña Lucila invierte alrededor de mil córdobas para hacer nacatamales y le quedan 600 de ganancia, con eso financia la carne que se compra en su casa.
LA SIESTA INQUEBRANTABLE
En la vida de doña Chila hay un acto cotidiano irrenunciable: la siesta. Para ella ese descanso vespertino que hace inmediatamente después de que almuerza, es vital. “Me da sueño después que como”, aclara doña Chila, quien aparenta menos años. Cree que la siesta le ha ayudado a sobrellevar sus males de salud. Hace poco le hicieron una cirugía en un busto y convive con la diabetes.Esta tarde de viernes, está sufriendo porque ha retrasado unos minutos la puesta de los nacatamales y ha postergado su siesta. “No he almorzado porque ahí no más me da sueño”, dice al mismo tiempo que espanta a las gallinas y el gallo que se pasean por el patio donde hay varios árboles frutales, entre ellos cuatro jocotes que todavía están dando frutos. José David, a su lado, sostiene la pana de la que ella saca los nacatamales. El fuego lo enciende después su sobrina. Usa carbón en lugar de leña.
“Es mejor”, dice doña Chila porque no sale humo. El toque final en la olla se lo da con unas hojas sobrantes. Mientras se retira echa una mirada al patio, parece recordar algo y le pregunta a José David: “¿Ya me lavaste los jocotes?” Cuando se levante, tras la siesta, se pondrá a preparar los helados de jocote con leche, que en estos tiempos de calor tienen gran demanda. Estar ocupada es lo que mantiene viva a doña Chila.
A doña Chila le gusta preparar algunos ingredientes y alimentos: compra ácido acético en la farmacia, prepara la caramelina (con azúcar y luego revuelve con agua), cebolla y con estos ingredientes elabora el vinagre oscuro que vende en la pulpería. “Antes uno aprendía a hacer de todo”, comenta Lucila Rodríguez, una mujer de 79 años.
Ella también sabe hacer la manteca con la que fríe la masa para sus nacatamales. Hace frescos de diferentes frutas, como tamarindo o una ensalada de banano, piña y sandía. Dice que al vecindario le gustan sus productos y su cuchara.
Ella también sabe hacer la manteca con la que fríe la masa para sus nacatamales. Hace frescos de diferentes frutas, como tamarindo o una ensalada de banano, piña y sandía. Dice que al vecindario le gustan sus productos y su cuchara.
Tomado del diario digital, www.laprensa.com.ni, Managua, Nicaragua.
Sección: Reportaje Especial.
Martes 28 de Abril del 2015.
Fecha Original: Lunes 27 de Abril del 2015.
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