Después de varios meses sin trabajo, un hombre se aventuró a vender frescos a la sombra de una hilera de chilamates.
Buseros, taxistas y carros particulares reducen al mínimo la velocidad para comprarle frescos a este hombre, jefe de familia, que estuvo meses sin trabajar.
Amalia Morales
La sombra de los cinco chilamates baña el andén, la avenida y el frente de varias casas en Batahola. En ese punto, Carlos Romero, quien estaba sin empleo, se animó a fundar su negocio informal.
Al no hallar empleo formal, su mamá le había aconsejado vender frescos naturales, ella se los iba a hacer, le llamó la atención la idea, pero no sabía dónde venderlos. Un día pasó debajo de los cinco solitarios chilamates, adelante de la antigua Embajada de Estados Unidos, no había nadie vendiendo nada allí. Pensó que era el punto ideal para vender refrescos y en seguida puso manos a la obra.
Carlos Romero no ha dejado de madrugar. Cuando tenía empleo formal se levantaba a las cinco de la mañana para alistarse, salir a la calle a tomar un bus y llegar a las siete de la mañana a su trabajo, al otro extremo de la ciudad. Ahora lo hace porque se levanta a colaborar con su esposa en los quehaceres domésticos. Tiene una hija de año y medio y otra de siete que va a la escuela. “Me levanto, hago el desayuno, ayudo con la niña… barro”, dice Romero, de 35 años. Una de las ventajas de su nuevo empleo es que le permite estar más cerca de su familia, compartir tareas domésticas y ayudar más a la crianza de las niñas. De vender frescos vuelve al mediodía o tres de la tarde; del empleo anterior volvía a las ocho de la noche a su casa, tan agotado que llegaba a comer y dormir.
Se apareció con un balde enorme y con varias bolsas de refrescos y las vendió. Al principio le daba pena —confiesa—, pero no se amilanó. Tiene familia, esposa y dos hijas, y no podía seguir esperando que lo llamaran de alguna empresa para emplearlo en alguna bodega, que era en lo que había acumulado experiencia. Romero trabajó alguna vez en el área de bodega de Coca-Cola y por último estuvo en la bodega de una empresa de guatemaltecos que vende llantas de segunda en el sector del Mayoreo.
Su trabajo consistía en cargar, descargar. De tanto esfuerzo un día le salió una hernia. Lo operaron, el Seguro le mandó el reposo necesario, pero le recomendaron evitar al máximo la carga. Esa fue la causa de su despido. Un día uno de los guatemaltecos lo mandó a llamar y le dijo: “Así no me servís, hasta aquí, ya no voy a ocupar más tus servicios”.
“Y me mandó a descansar”, dice y sonríe con pena. Usa la palabra “descansar” como un eufemismo y cuenta la anécdota sin rencor. Eso pasó hace casi dos años. De inmediato metió papeles en muchas oficinas y empresas. Nunca lo llamaron. Esos seis meses sin trabajo fueron difíciles, asegura. A él nunca se le hubiera ocurrido la idea de vender frescos pero fue su mamá la que le propuso el negocio y a él le pareció, pero entonces se planteó la pregunta de ¿dónde vender los frescos? Romero vivía en el barrio Nora Astorga, contiguo a Batahola Sur y andando por las calles se fijó en el Zumen, pero estaba saturado de vendedores ambulantes, entre ellos varios termos con refrescos.
EL PUNTO BENDITO
Un domingo venía de predicar por las calles de Batahola y pasó por la avenida, reparó en la soledad de aquellos enormes chilamates, que proyectan una sombra inigualable y ¡zas! se iluminó: “Aquí me voy a poner”, se dijo y al otro día se paró con su balde de frescos al pie de uno de los árboles y a pocos metros del semáforo de El Gigante.
Y, como si ese lugar hubiera estado esperando que algún negocio floreciera allí, los vehículos empezaron a detenerse y a pedir refrescos de frutas, chía con tamarindo, zanahoria con naranja, semilla de jícaro, cacao, melón, granadilla con naranja y remolacha con naranja.También, los transeúntes, muchos de ellos estudiantes de la Aldea SOS, se detenían para beberse un fresco. “Es un fresco exquisito”, dice un estudiante de secundaria que a veces se ha bebido hasta cuatro frescos de un solo.
A diez pesos, se vendían rápido las bolsas que son “puro fresco y sin hielo. Si usted se fija el único hielo está en el balde”, dice Romero, quien pronto aprendió a prepararlos él mismo y se independizó de su mamá.
Diario, Romero vende setenta bolsas de fresco. Pudiera vender más, si se quedara todo el día, pero por ahora para él es suficiente.
DA PARA COMER
Llega a las siete de la mañana y generalmente antes de mediodía se ha ido. Al principio traía el balde con los refrescos en taxi, pero le cobraban hasta ochenta córdobas por un trayecto corto, relativamente corto, entonces, se hizo de un triciclo y ahora pedalea de su casa hasta el remanso de los chilamates.
Romero cuenta que el negocio de los frescos “no requiere de ciencia” alguna, es cuestión de comprar las frutas, pelar, mezclar con agua y azúcar, empacar y poner a enfriar. Diario, invierte cincuenta pesos de hielo para mantener los frescos helados en el balde.
Todas las tardes, Romero va al mercado Israel Lewites a comprar las frutas, que luego molerá en frescos, pero también compra la comida de su casa. “Con esta venta cubro algunas necesidades”, dice.

Carlos Romero halló un punto ideal para vender refrescos naturales en la capital, a un lado del semáforo de El Gigante, en Batahola.
CONOCER LA CALLE
Un taxi pasa por el punto de Romero y baja la velocidad al mínimo, el vendedor detecta que viene por refrescos y en seguida corre con las manos cargadas de bolsas rosadas. Entrega una, dos bolsas, al tiempo que agarra los billetes.
“Hay mucha gente que sale de su casa sin desayunar y pasa por aquí comprándose un fresco. También hay gente que prefiere beber frescos en lugar de una gaseosa que es dañina”, explica.
—¿Nunca se han ido sin pagarle?
“Fíjese que no. Aquí me siento bendecido”, contesta este hombre que vende refrescos de lunes a sábado.
Después que perdió la pena, aprendió a fijarse y entablar amistad con el vecindario. “Aquí todo el mundo me conocía”, dice. Algunos ya lo conocían por su trabajo evangelizador. A otros, muchos estudiantes, los ha conocido ahora.
Mientras cuenta su historia, sin soltar las bolsas de refrescos y sin alejarse del balde más que cuando aparece un potencial cliente en carro, pasa una motocicleta sobre el andén. Va en contravía y sin placa trasera. “Es policía, pero va de civil”, comenta Romero, quien se precia de conocer a la gente que circula en la zona.
Su balde de frescos permanece a un metro escaso de la avenida donde hay una ruda circulación de carros. Fue testigo de tres accidentes con heridos, no recuerda muertos. “El último (accidente) lo reprendí y no hubo más accidentes”, dice y luego explica que ha descubierto que tiene “el poder de la oración” para alejar lo malo de su vida.
SOMBRA GENEROSA
Lo que no ha logrado alejar es la competencia. Después que él se plantó al pie de los chilamates, al otro lado de la calle apareció otro vendedor de refrescos. “Es gente del Zumen que vio que aquí se vendía y se movieron”, dice resignado y satisfecho de que la clientela no ha disminuido.
Romero tiene la esperanza de ampliar su venta de refrescos, no sabe dónde, primero necesita encontrar a alguien de confianza para definir cantidad de refrescos y lugar.
Por ahora, está contento con los frutos que ha recogido a la sombra de los chilamates. “Estos árboles me protegen del sol… y también de la lluvia”, dice mientras dirige su mirada al tronco donde tiene arrimado su triciclo.
“Es duro estar sin trabajo y es duro también tener un trabajo donde solo te oprimen y te humillen”. Carlos Romero, vendedor de refrescos naturales en el barrio Batahola.
Tomado del diario digital, www.laprensa.com.ni , Managua, Nicaragua.
Sección: Reportaje Especial.
Martes 12 de Abril del 2016.
Fecha Original: Viernes 17 de Abril del 2015.
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